jueves, abril 10, 2008

“El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”

Nuestro Salvador, en la última cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrifico eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria venidera.

Por tanto, la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la Palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él; se perfeccionen día a día por Cristo Mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, “Dios sea todo en todos” (1C 15,28).

Concilio Vaticano II
Constitución sobre la Sagrada Liturgia (Sacrosanctum Concilium), 47-48

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