Mi Cristo roto
¿Por qué no te dejas ver, Señor?
¿Por qué me condenas a servirte entre tinieblas?
Pareces un Dios ciego, insensible, sordo y mudo.
Te pregunto y no contestas.
Te hablo y no me entero nunca de si me escuchas siquiera.
Protesto y permaneces hermético.
Te suplico de rodillas que me mires, que me enseñes tus ojos, y es en vano. Como si fueras ciego.
Si me miraras una sola vez; si yo lograra ver tus ojos, aunque sólo fuera una fracción de segundo, yo sé que sería ya bueno, bueno de veras, para siempre. Que no podría ser ya malo nunca, nunca...
¿No quieres Tú que yo sea bueno? Pues ¡mírame, Cristo; mírame!.
-Ya te miro -dijo una voz dentro de mí, sin labios ni palabras- . Ya te miro, no aparto mis ojos de tu vida. ¿Qué sería de ti si Yo dejara de mirarte?. Te miro aunque tú no veas que te miro. Te ven mis ojos, aunque tú no veas los míos. Y ése es el mérito de la fe: avanzar hacia Mí de noche, tanteando en las sombras, persiguiendo unas respuestas que no llegan, alargando unas manos frustradas que nunca tocan nada. Adelante, hijo, por la noche de la fe; hasta que un día, en recompensa, veas la Cara de Dios. Esa será la felicidad eterna...
Autor: Ramón Cue, S.J.
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